Jazmín tenía amor odio por esa casa, durante unos cuántos años fue su refugio, pero también su cárcel. Sí, su cárcel, porque aunque ahora se ría, cuando su cuerpo, mente y alma era poseída por la Señorita Travesura, y su mamá ya no la soportaba más, alguna de sus tantas habitaciones color amarillo era su entera compañía durante varias interminables horas. Se trababa el postigo verde desde afuera con un palo y a la puerta de madera, tremendamente pesada, se le echaba llave, no vaya a ser cosa que todavía le durara tan insoportable compañía y esta Señora le susurrase al oído que se escapara, que no cumpliera el castigo. Pero cuando la tormenta pasaba, su cuerpo, mente y alma agradecían esos inmensos pasillos y esa galería en forma de letra ele que daba a un patio interno, ya que podía dar rienda suelta a los movimientos de sus músculos, libres, sueltos y llenos de energía.
Ya pasaron cantidad de años desde que Jazmín y su mamá cerraron por última vez la puerta que daba a la calle. Su mamá seria y estoica, solo con dos valijas de cuero marrón, cumpliendo la última voluntad de vaya a saber quién. Ella desconsolada, desgarrada en llanto, casi berrinche, pero con su mejor vestido floreado, las medios blancas con volados y sus zapatitos negros. No faltaban las dos trenzas con grandes moños rojos, y su peluche bajo el brazo. ¿Se estaba mudando o iba a un cumpleaños?
Esa maldita mudanza, ese maldito día. Jazmín aún añora con meter llave a esa puerta y hacer girar ese picaporte redondo, pero ya no se puede. Esa llave ya no existe y la puerta tampoco. Ni siquiera las ventanas que la invitaban a escaparse esos días de castigo.
No puede no preguntarse cuáles serían los colores de sus paredes hoy y qué olor tendría. Qué sonidos y hasta como sería su decoración. Jazmín quiere volver pero no puede, ya no puede. Y unas cuantas lágrimas resbalan por sus mejillas cuando pasa por aquella calle, levanta la mirada y trata de contar ahora cuantos piso, cuantas ventanas y cuantas puertas tiene ahora aquella vieja casa.
